La mañana comenzaba a asomarse por las rendijas de la
persiana cuando sin querer, se posó en mis ojos. Luchaba por mantenerme en aquel
sueño tan plácido, pero sin embargo, el daño ya estaba hecho. Giré sobre mí
misma, para protegerme del vil enemigo que me visitaba cada mañana pero el
sueño no volvió. Me estiré y bostecé
igual que aquel felino que vi el otro día en la televisión, con fiereza, antes
de restregarme los puños por los ojos. Es justo en ese instante cuando la
realidad te golpea y recuerdas la vida. Y evidentemente, me acordé de todo. Su suave
tacto, aquel inconfundible olor a vainilla, esa calidez al abrazarlo. Solo
quería repetir ese momento cada segundo del día, sentir esa felicidad suprema y
miré en derredor, buscándolo. Me incorporé a duras penas, aún no controlaba
bien los movimientos, por lo que tardé más de lo que esperaba y mi angustia se
incrementó. Miré, busqué y no lo vi. Podía recordarlo pero mis ojos no
alcanzaban a ver en aquella penumbra llen
a de sombras hórridas. Y lloré. Con
todas mis fuerzas, mis pulmones y mi ser. Lloré tanto y tan fuerte que mis
deseos se hicieron realidad. Mamá entró en la habitación, ojerosa, despeinada
pero con una gran sonrisa, me cogió entre sus brazos murmurándome palabras de
consuelo en el oído que surtieron un efecto inmediato. Apoyé la cabeza en su
hombro y cuando abrí los ojos lo vi por fin.
El osito de peluche que me habían
regalado por mi cumpleaños estaba solo a unos centímetros de mí. Estiré una
mano añorando su tacto y mamá lo cogió y me lo acercó. Y yo, no pude ser más
feliz.
Este relato participa en la convocatoria de @divagacionistas sobre #relatosDistancia.
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