Las grandes historias de amor son las que superan todos los
obstáculos y son capaces de vivir felices y comer perdices hasta el fin de sus
días. Cuando pensamos en ellas, solemos imaginar, por ejemplo, a un joven que
se queda prendado de la chica con la sonrisa deslumbrante que vive a su lado y
que por suerte también le corresponde, pero por infortunios de la vida el joven
debe partir a la guerra, por elegir un destino, durante una larga temporada. Antes
de marcharse, por supuesto, ambos se juran amor eterno y prometen esperarse y
quererse hasta que vuelvan a estar juntos de nuevo.
La joven espera en el pueblo soñando con su amado, creyéndole
en peligro, aguantando la larga agonía con cartas donde le expresa su amor y su
deseo de tenerle entre sus brazos. A la vez, el joven, que como he dicho está
en la guerra, recibe las cartas y contesta con las mismas ganas, mientras suele
llevar una foto de su amada cerca de su corazón. Ambos son capaces de soportar
el tiempo separados gracias a unas pocas palabras y al recuerdo intenso en su
memoria. La espera se hace más llevadera. Y cuando la guerra termina al fin,
los dos vuelven a reencontrarse y son felices. La espera ha sido horrible pero
ha merecido la pena. El amor gana.
Sin embargo ahora no somos capaces de aguantar las esperas.
Las nuevas tecnologías nos facilitan la vida haciendo que nos comuniquemos en
segundos desde lugares muy diferentes en el mundo. El problema llega cuando
debido a estas tecnologías no somos capaces de aguantar ni 5 minutos a que alguien
nos conteste a un mensaje, nos ponemos histéricos si alguien no permanece
conectado a la realidad 2.0, como si no tuviéramos una vida (real) que vivir.
¿Creéis que las historias de amor ya no son como las de antes
porque las esperas han desaparecido y nos hemos vuelto impacientes? ¿Las esperas
hacen la vida más romántica? ¿O quizá menos?
Este relato participa en la iniciativa de @Divagacionistas de esta semana, con «la espera» como tema principal
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